La segunda presidencia de Donald Trump permite pocas dudas a las tres semanas de su toma de posesión. El proyecto del mandatario republicano es, lamentablemente, lo que parece: un asalto a la democracia en toda regla. Su estrategia de estremecer cada día al mundo con una decisión más radical que la anterior no puede conducir a una respuesta meramente emocional ni ocultar que sus movimientos obedecen a un diseño para cuya ejecución cuenta con una acumulación inédita de poder político, económico y tecnológico.
Piezas esenciales del pluralismo democrático como la
división de poderes o el control parlamentario de la acción del Ejecutivo se
hallan bloqueadas. Buena parte de las órdenes emanadas de la Casa Blanca
contradicen la Constitución estadounidense, empezando por la anulación del
derecho de ciudadanía para los nacidos en territorio estadunidense o la
sustracción por parte del presidente de la potestad presupuestaria, exclusiva
del Congreso. Incluso los medios de comunicación —el llamado cuarto poder—se
hallan sometidos a presión, sea por litigios promovidos desde el trumpismo para
amedrentar a periodistas y editores, sea por campañas de acoso lanzadas desde
las redes sociales afines a Trump.
Idéntica actitud está orientando la acción exterior, regida
por el principio de la fuerza bruta. A los propósitos anexionistas de
Groenlandia y Canadá, se han añadido las pretensiones colonialistas sobre Gaza.
La subcontratación del sistema carcelario de la dictadura salvadoreña y el uso
de Guantánamo como campo de concentración al que trasladar a 30.000 personas en
situación irregular, abren el camino a una red de territorios en los que no
valga el Derecho, en abierta ruptura de la Carta de Naciones Unidas.
En las relaciones internacionales ha dejado de regir
cualquier principio que no sea la cruda correlación de fuerzas, de forma que
los más débiles no tienen otro remedio que plegarse a los designios del más
fuerte. La política arancelaria desborda el proteccionismo al uso para
convertirse en un arma de guerra geoeconómica. El gasto de defensa de los
países de la OTAN, la financiación de la reconstrucción de Ucrania, la
explotación de recursos mineros ucranios o la exigencia de fabricar e invertir
en Estados Unidos son cartas que Trump va a jugar, junto a los aranceles, en futuras
negociaciones. Washington se ha convertido en un socio no fiable, hasta el
punto de fragilizar la solidaridad en la defensa mutua inscrita en el artículo
5 del Tratado Atlántico.
La punta de lanza en este asalto antidemocrático es un
organismo que actúa en nombre del presidente como si fuera una policía oficiosa
de la Casa Blanca, aunque se halla todavía en el limbo de la legalidad sin
haberse sometido a ningún tipo de control parlamentario. Es el llamado
Departamento de Eficiencia Gubernamental, encabezado por Elon Musk, el hombre
más rico del mundo y dueño de la red social X. Acompañado por un equipo de
jóvenes reclutados en sus empresas digitales el magnate sudafricano interviene
sin miramientos en agencias y departamentos del Gobierno estadounidense para
exigir la entrega de bases de datos, paralizar transferencias, despedir a
quienes se oponen y organizar el recorte drástico de sus plantillas.
Dos millones de empleados federales han sido invitados a
abandonar sus puestos a cambio de una indemnización. Los departamentos de
Educación y de Justicia, el FBI y la CIA están también en el punto de mira, con
el objetivo añadido de vengarse de los funcionarios públicos que actuaron
legalmente contra Trump y sus cómplices por el asalto al Capitolio del 6 de
enero de 2001. El mayor escándalo es, con todo, la súbita clausura y
congelación de fondos de la USAID (Agencia de Estados Unidos para la Ayuda
Internacional), cuya acción es crucial en la lucha contra el hambre, las
campañas de vacunación o la ayuda humanitaria a la población civil de países en
guerra o ante catástrofes naturales.
La demolición de la USAID no es el único decreto
presidencial que complace a las extremas derechas de todo el mundo y a los
gobiernos de los países autoritarios. Como se ha visto este fin de semana en
Madrid durante la reunión de la ultraderecha europea promovida por Vox, también
suscita ese inquietante consenso el decreto firmado por Trump —celebrado en esa
cumbre en la capital de España como “compañero de armas”— que establece
sanciones contra el Tribunal Penal Internacional por ordenar la detención de
Benjamín Netanyahu, acusado de crímenes de guerra en Gaza.
El asalto a la democracia está en marcha y de momento solo
se le interpone el obstáculo de los jueces, que deberán resolver sobre
numerosas demandas contra la Casa Blanca, aunque no podrán evitar la
degradación de la actividad de la Administración ni quitar el miedo de encima a
millones de ciudadanos. En el exterior, pesa sobre las democracias liberales, y
en especial sobre las instituciones europeas, la enorme responsabilidad de
actuar como bastión frente a una ofensiva totalitaria que pretende socavar la
democracia desde dentro. No serán propuestas apaciguadoras ni retraimientos
nacionalistas los que convencerán a Donald Trump.
Ante una ola semejante, solo cabe la máxima unidad y una
actitud más resuelta y exigente respecto al cumplimiento de los tratados y de
la legalidad por parte de la Unión Europea, que tendrá que recordarle al mundo
que su fuerza como comunidad política está tanto en su potencia comercial como
en su defensa del Estado social y derecho. Y que es algo más que la mera suma
de 27 países con sus propios intereses.
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