Por: Coralia Lebrón
Cada 21 de enero, la República Dominicana celebra el Día de la Altagracia, una fecha que honra a Nuestra Señora de la Altagracia, protectora espiritual del pueblo dominicano. Esta festividad, cargada de fe y tradición, no solo representa un acto de devoción religiosa, sino también un espacio para reflexionar sobre nuestra identidad como nación y los valores que nos unen.
El Día de la Altagracia es mucho más que una fecha en el calendario; es una muestra palpable de la espiritualidad que define a los dominicanos. Miles de fieles peregrinan a la Basílica de Higüey, llevando consigo oraciones, promesas y un profundo sentido de gratitud. Este acto de fe colectivo trasciende generaciones y nos recuerda que, incluso en los momentos más difíciles, nuestra espiritualidad es un faro de esperanza.
Sin embargo, también es pertinente preguntarnos: ¿hemos logrado que esta devoción se traduzca en acciones concretas que beneficien a nuestra sociedad? La Virgen de la Altagracia simboliza el amor y la protección, pero ¿cómo honramos verdaderamente su legado si persisten desigualdades sociales que afectan a tantos dominicanos?
Más allá de lo religioso, esta festividad es una expresión de nuestra rica herencia cultural. Desde las procesiones hasta las reuniones familiares, es un momento para reconectar con nuestras raíces. En cada canto, en cada plato compartido, en cada vela encendida, encontramos la esencia de lo que significa ser dominicano.
Como comunicadora, he tenido el privilegio de escuchar innumerables historias de fe y devoción. Cada una de ellas es un testimonio de la fuerza y la resiliencia del espíritu humano. En un mundo donde a menudo predominan la incertidumbre y el estrés, el Día de la Altagracia nos invita a detenernos, a reflexionar y a encontrar consuelo en nuestra fe.
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